miércoles, 15 de mayo de 2013

El camino del profesor


A finales de 1987 fui llamado a la rectoría del colegio donde estudiaba mi bachillerato para recibir una de las noticias que cambiaría mi vida para siempre. “Usted no tiene vocación pedagógica, no sirve para ser profesor y por ningún lado se ve que podamos formar un maestro con altas cualidades morales y religiosas”. Era verdad, no servía para ser profesor, no podía realizar una preparación de clase en un gigante cuaderno cuadriculado con la mejor letra del mundo y recortando un serie de dibujitos que se adaptara virtualmente a lo que yo podría realizar frente a ese pelotón de fusilamiento. No sería un buen maestro, pues uno de los requisitos era que me gustaran los niños. En mi crueldad juvenil me atreví a decirle al profesor que me gustaban los niños, pero con huevos pericos, mucha cebolla y tomate, y bien picaditos. Naturalmente que tuvo sus repercusiones. Nuca sería un buen profesor si no aprendía a respetar la autoridad, si no embolaba los zapatos, me colocaba las medias del mismo color, no usaba bien el uniforme, y sobre todo no forraba el cuaderno de las preparaciones con un plástico adecuado y no con el talego del pan. Cuando salí del colegio con una conducta en 2,5 y una disciplina en 0,0 no quise volver a saber nada que estuviera relacionado con la docencia. No quería para nada a mis profesores, era un expedagogo fracasado y resentido. Me iba vengar con mis futuros profesores, sobre todo los más mediocres. Sin embargo no siempre las cosas salen como uno cree. Aparte de alejarme de mis más grandes amigos en aquel pequeño colegio, me encontré con excelentes profesores que demostraron la calidad y el compromiso de la palabra “enseñar”. Ahí me di cuenta que la experiencia y el talento para transmitir a otro mundo de personas algo que a uno le apasiona, requiere de una cualidad muy peculiar: la pedagogía.
He tenido muy buenos maestros, los recuerdo con mucho cariño porque me enseñaron muchas cosas y otras que desafortunadamente no pude aprender, pero siempre tuvieron un talante de gran docente. Algunos ya están muertos, se les extraña y se les recuerda; otros ya están en feliz retiro y otros ya no tienen ni idea quien soy yo, pero estoy muy agradecido con ellos. 
Yo no servía para ser profesor pero terminé sobreviviendo con la labor docente. Cuando entré a estudiar literatura me dijeron dos cosas muy claras, allí no se iba a ser escritor ni profesor sino crítico literario. Tenían razón en las dos primeras pero en la tercera se equivocaron. No fui nada de nada. Sin embargo tenía que trabajar y lo primero que salió fue la docencia. Primera lección, hay trabajo de profesor, no hay trabajo de crítico literario, los clasificados no mienten. Pero una cosa es enfrentarse a un jefe resentido y otra cosa es enfrentarse a 40 adolescentes cuyo cuerpo no da basto para semejantes espíritus atrevidos. Son personas, eso no se nos debe olvidar, y cada persona es diferente. Ahí me estrellé con una palabra que hasta ahora no la creía necesaria: pedagogía. Decidí hacer frente a ese mundo tan maravilloso y leí todo lo que estaba relacionado con lo que me correspondía, la lectura y la escritura. Supe que iniciaba de ceros y que la pedagogía es un arte que se aprende con la experiencia. Hay que prepararse y entender de las múltiples equivocaciones. El docente no se puede equivocar pero siempre lo hace. Se equivocaron conmigo en el colegio y yo me equivoqué con ellos, pero de eso se trataba.
Ahora todo lo que tengo se lo debo a la docencia. Mi apartamento, mi carro, mi ropa, mis libros, mis objetos personales, todo lo he conseguido por medio de la docencia, pero lo más importante, lo más valioso que me ha dado la vida como profesor, es el extraordinario placer de haber conocido personas tan maravillosas a lo largo de esta vida. Todas las personas que han girado en torno a la educación transformaron mi vida de una u otra manera. Compañeros docentes, estudiantes maravillosos y maestros excepcionales. A todos ellos les debo mi vida, los que soy y lo que podré ser. Hay momentos de mucha alegría que pasé con colegas, sobre todo cuando tuve la fortuna de trabajar en colegios. Hay vidas de estudiantes que marcaron la mía, fueron fundamentales. Hay estudiantes que ya no me recuerdan o no me quieren recordar, no los culpo. Cada vez que llego a un curso procuro asumir la mejor actitud, pesar que me gusta lo que hago y que no podría hacer otra cosa diferente, quiero divertirme con mis estudiantes, reírme, que prendan algo, que no se sientan robados, que lo que yo les diga les genere curiosidad y que se puedan divertir con mis lecturas. Pero no siempre es así, todo cambia y esa es la tragedia del docente, por eso es necesario cambiar, bien sea de espacio o de estrategia. Hay trabajos que fueron gratificantes, hay trabajos que nada agradecieron, no espero una estatua, los premios a los docentes nunca me importaron y ya no quiero pertenecer a ese selecto grupo, sobre todo cuando me di cuenta quienes eran los premiados. Alguna vez el honorable José Galat recibió la más alta orden al mérito decente por parte de su universidad, donde yo trabajaba, la orden “Docente Magnífico”. ¿A qué más se puede aspirar? Después de eso, sigue ser Dios. Allí aprendí que los premios no dicen nada, son absurdos y no siempre se los ganan los verdaderos maestros. El mejor premio que uno puede recibir son las palabras que me dijo una estudiante hoy: “Usted me enseñó a amar la literatura”. Creo que valió la pena seguir por este camino.

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