jueves, 2 de octubre de 2014

A la memoria de un amigo

A veces, la ironía de la muerte nos recuerda que no somos más que un transeúnte efímero por este universo. Llega como debe llegar, cuando uno menos lo piensa. Mi amigo Marco Antonio tuvo una muerte absurda, y cada vez que lo pienso siento una rabia inmensa por lo que hace el destino con una persona. Tantos sueños, tantas esperanzas y tanto trabajo se desvanecen en un segundo, por lo que nos hace pensar que lo verdaderamente importante no se encuentra en lo material ni en la apariencia, se encuentra en la amistad y en los lazos fraternales que se crea entre las personas.
Conocí a Marquitos hacia el año de 1995, cuando por primera vez me enfrenté a un salón de clases como profesor de español. Trabajamos en el mismo colegio, él venía de Sopó en búsqueda de una oportunidad más estable para la nueva familia que iniciaba. Yo era un joven irresponsable que quería tragarme el mundo. Los dos alguna vez nos encontramos la Nacional por pura casualidad y terminamos tomándonos unos buenos tragos, hablando de literatura y escuchando salsa. Ahí fue donde me contó la historia de su juventud, cuando en Cali, conoció a Andrés Caicedo, escritor, cineasta y artista prolífico que se suicidó antes de los 25 años, dizque para tener un cadáver joven. Marcos había vivido en esa vida bohemia de los setentas, disfrutó de la literatura y recorrió aquella ciudad que había dejado de ser un pueblo, que exhalaba cultura, que hacía cine, pero sobre todo, que respiraba ese nuevo ritmo que se estaba tomando la capital del mundo, símbolo de rebeldía, de euforia y de libertad: las salsa. Recordaba como Andrés Caicedo salía siempre su casa, en un barrio de clase alta, con una pinta elegante de arriba abajo. Al amanecer terminaba tomando con los habitantes de la calle y éstos le robaban la ropa, el dinero y los objetos de valor hasta dejarlo casi medio desnudo. Al día siguiente salía nuevamente con otra pinta elegante, casi siempre de blanco, a recorrer las calles, a disfrutar la rumba y a continuar su ciclo de poeta suicida. Paz nos lo volvió a contar en un programa radial que tenía nuestro amigo Luis Muñoz en Cogua, al que fuimos invitados para hablar de literatura y salsa, en una mañana de domingo, luego de un viaje agradable en bicicleta, por aquella sabana friolenta de Nemocón.
Este mismo pueblo donde crio a sus hijos, estabilizó su hogar y empezó a forjar el camino de su pensión. Me gustaba hablar con Marquitos, porque era un irreverente de pies a cabeza, no creía en nadie y mucho menos en el poder político de este país. Cualquier síntoma de poder que pretendiera abusar del más débil era protestado de inmediato por él, levantando la voz con ese tono valluno que nunca abandonó, diciéndole las verdades al que fuera, en la cara, con toda la sinceridad y sin intimidarse por nada ni por nadie. Por supuesto que esto le acarreó muchos inconvenientes, algunas personas no lo querían (en pueblo chico, infierno grande), pero él lo tomó con mucha dignidad. Sabía que en el mundo hay muchas personas buenas que hacen soportable esta vida que nos ha tocado vivir, que la mejor labor del mundo está en enseñar al otro lo poco que sabemos, pero sobre todo, hacerlo de la manera más honesta, respetando la profesión y con mucha dignidad. Da rabia pensar en todos los planes que ya no serán, le faltaban menos de un año para su pensión, tenía propósitos para volver a su tierra natal, el Valle del Cauca, donde siempre estuvo su corazón. Y tal vez la nostalgia por ese lugar que tanto amaba, esa pasión por la belleza de la gente del Valle, y esa ansiedad por regresar a sus orígenes que eran aprovechados en el más mínimo tiempo de descanso, para disfrutar siempre de la feria de Cali, nos impregnaba el entusiasmo de las ganas de vivir.
Llegué tarde al velorio, ya se marchaba para su Valle del alma, ni siquiera pude hablar con su familia y me sentí incómodo al escuchar discursos formales de los estamentos del poder ambientados por himnos patrios que hacían aún más acartonado la despedida de uno de los hombres más informales y frescos que haya conocido. Por eso hoy quiero rendirle un homenaje con algo que él de verdad se merecía, un buen disco de su música salsa, esa música que coleccionaba en una buena cantidad de discos de acetato y que disfrutaba al máximo, pensando en que le quedaban otros cien años para gozarse la vida.

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