viernes, 23 de noviembre de 2012

8600



Mi hija fue al médico y le tomaron el peso. Es increíble la capacidad que tiene un niño para crecer exponencialmente, eso se llama el prodigio de la vida. El cuerpo humano es una máquina perfecta que se transforma paulatinamente a medida que se va adentrando en este mundo. Hace un poco más de 1 año me enteré que iba a volver a ser padre, y lo confieso, la primera impresión que tuve fue de desazón, pues de inmediato recordé los inmensos problemas que había tenido con mi hijo, su ausencia, el odio visceral hacia la madre, la soledad, la culpa y el arrepentimiento de aquel momento irresponsable en que me acosté con una persona que ni siquiera sabía su nombre y cuyos intereses estaban muy lejos de lo que yo quería y pensaba del mundo en ese momento. También imaginé la tristeza y la rabia en las personas que afectivamente estaban muy cerca y que ya no podría volverlas a ver. El amor es así y estuve apenado. Le pregunte a ella si quería tener esa criatura, creo que es la pregunta más obvia y honesta. Aunque me tilden de machista, los hijos los tiene las mujeres, son ellas quienes tiene que asumir las transformaciones físicas y emocionales, su vida les va a cambiar totalmente, su cuerpo se transfigura y de qué manera. Sus sentimientos se trastocan, también hay un abandono de algunos seres queridos, el tiempo se hace diferente y las responsabilidades aumentan de manera sorprendente. Uno trata de acompañarlas, volverse un soporte emocional, pero su vida ya no será la misma. Según Clemencia, el parto no es la mejor experiencia, es algo desagradable, grotesco, las escenas no son las mejores y lo único que consuela es la ansiedad de ver por primera vez ese maravilloso prodigio de la naturaleza humana. Y eso fue lo que me puso los pies nuevamente sobre la realidad cuando me enteré de la existencia de Juanita. Pensé en la alegría de mis padres, en mis 40 años sin tener por quien responder de verdad, a quien amar con todo mi corazón y de una manera profunda. Lo poco que tengo lo he logrado a base de grandes esfuerzos, con mucho trabajo, largas jornadas de clase, innumerables estudiantes, madrugadas y trasnochadas, ¿todo para qué? Como siempre dije, para vivir feliz, sentir la vida y disfrutar cada segundo que estamos sobre este planeta. Si lo había hecho, por qué no podía asumir un reto más. Ahí estaba un nuevo ser que requería de mi presencia, no iba a cometer el mismo error que con mi hijo. Entre otras cosas, porque todo era diferente, me encontraba en un lugar diferente, en otras condiciones económicas diferentes, tenía una verdadera carrera profesional y sobre todo, conocía a la persona que iba a tener mi bebé, no había sido una noche fortuita, sino un acto de amor frente a alguien que conocía hace algunos años y a quien le admiraba su inteligencia y su sensibilidad. Toda mi vida se transformó, perdí novias, amantes, privacidad, amigos, espacio, fiestas, noches con vino y velas, teatro, películas de estreno, centros comerciales, impulsos compulsivos de comprar lo que estuviera de moda o por lo menos lo que me gustara, fines de semana enteros (el viernes maravilloso, el sábado profundo, la pasividad del domingo), comidas exquisitas, soledad. En un principio fue traumático, creo que todavía no me recupero y a veces añoro aquello momentos, pero hay golpes en la vida, yo no sé… 
Una noche Clemencia me dijo que sentía un dolor en el bajo vientre, tenía tres meses de embarazo y sabíamos que un síntoma de dolor era motivo para preocuparse. De inmediato salimos para el hospital San Ignacio y allí nos atendieron enseguida. Había mucha gente. Es sorprendente la cantidad de personas que llegan por urgencias a los hospitales de esta ciudad, sin embargo las mujeres embarazadas tiene prioridad. Que paradoja en el país “del paseo de la muerte”. Entró a observación y yo me quedé en la sala de espera. Pasaron dos horas y ninguna señal de ella. Hasta ahora no había observado a las personas que me acompañaban en aquel lugar, estaba viendo la programación estúpida que pasan los canales colombianos en la noche, era la mejor manera de no pensar en nada. Me paré a comprar algo en la máquina dispensadora y cuando volví me di cuenta que en la parte de atrás se encontraba un hombre recargado a la pared. Su rostro estaba destrozado por la amargura, se notaba una preocupación extrema, sus ojos no estaban aquí y el mundo ya no existía. Me ubiqué en la otra orilla de las sillas pues no era mi intención entablar ningún dialogo con nadie. No me gusta ser amistoso en eso espacios, me deprimen. Se cogía la cabeza, la movía negando su realidad, estaba cada vez más pálido y desolado. De repente salió una mujer de la zona de ginecobstetricia y él se le acercó, se abrazaron y se pusieron a llorar amargamente, lo entendí todo. Habían perdido su bebé, un embarazo fallido, no se podía hacer nada, eso era el verdadero significado de perder. Y pensé en Clemencia, en mi bebé y en su ausencia… Hacía varias horas que no sabía de ella, ¿qué estaría pasando, cómo estaba la criatura? Sentí un vacío en mi alma, no me imaginé mi vida sin el bebé, había estado preparándome para asumir esta alegría y de un momento a otro esto podría desaparecer. El miedo empezó a recorrer mi cuerpo, me imaginé en la misma situación de aquel pobre hombre y todo fue tristeza, el tiempo se detuvo, la estúpida programación televisiva ya no hacía efecto, empecé a mirar detenidamente cualquier señal de una persona que saliera por aquella puerta con una nefasta noticia. Llegaban y salía mujeres, algunas con caras largas, adoloridas, agotadas, tristes, alegres, optimistas, perdidas, todas con una historia diferente que yo trataba de adivinar. Dos horas después salió Clemencia y por supuesto, intenté adivinar su rostro, pero fue en vano, nada me decían aquellos ojos, era otra cosa. “¿Cómo está el bebé?” pregunté esperando cualquier cosa. “Está bien, mira su imagen” y por primera vez fui padre. Vi la imagen difusa de la ecografía donde aparecía un ser que no era de este mundo, no encontraba la forma y me explicó qué era qué. Su cabecita, las piernitas, el tórax, todo su cuerpo estaba ahí, una vida. Lloré como nunca lo había hecho, agradecía a la vida y por primera vez el vínculo con la criatura se estrechó. Era yo y mi bebé, juntos estábamos para iniciar una nueva vida. Y así fue. Poco a poco el vínculo se fue estrechando. Mientras estuvo en el vientre no fue mucho nuestro acercamiento, sus movimientos eran más motivo de bromas, me recordaba a la película de aliens, moviéndose dentro de un cuerpo y tratando de buscar un nuevo mundo, pues aquel ya era muy pequeño para ella. Pero cuando nació todo fue novedoso y espectacular. La primera vez que la tuve en mis brazos fue maravilloso pero a la vez incómodo, no sabía como alzarla, si la podía maltratar, ese ser tan pequeño y vulnerable estaba en un nuevo mundo, conociendo su entorno y por supuesto se sentía incómoda. “cójala con seguridad” dijo la mamá, y por supuesto asumí el reto. Si no era yo entonces quién. 
Así lo he venido haciendo poco a poco, asumiendo su primer baño (qué complicado bañar a un niño, sobre todo con una manos tan burdas como las mías, pero es cuestión de experiencia como todo), limpiarle por primera vez la cola, cuidarle su sueño, darle de comer constantemente, pero sobre todo, no saber qué puede pasar con tal o cual síntoma, ¿estará mal? ¿hay que llevarla al médico de urgencias? ¿por qué ese famoso pujo? ¿quién la alzó? ¿hay un mal de ojo? ¿es normal lo que hace? ¿estaremos haciendo las cosas bien, en qué nos hemos equivocado? Cada una de estas preguntas recorrieron nuestra cabeza y siempre las respuestas fueron las más sencillas, el tiempo nos las fue contestando. Ahora Juanita mueve libremente sus pies, grita pidiendo cosas, está incomoda y necesita refrescarse, es necesario un baño, y lo puede exigir, pues ya pesa 8600 gramos y hace parte de mi vida, le pregunto que quiere y una sonrisa es su respuesta. Efectivamente quiere vivir, al igual que yo.

1 comentario:

Sandra Calvo dijo...

Si mis lágrimas no son suficiente respuesta para semejante texto, ¿entonces qué? Persigo cada una de sus palabras, cada vez con más hambre, porque lo mismo que hoy lo sacia a sumercé, a mí, desde hace cinco años, me alimenta la vida. Lo entiendo perfectamente, pero fue hermoso poder percibir sus sentimientos en estas letras ya que los míos se reflejan en la sonrisa de Marianita y ésta me dice que todo dolor sufrido, como sé que lo sabe Clemencia, valió, vale y valdrá la pena siempre. Gracias por compartir con nosotros el milagro que pudo más que los atractivos encantos de la vagancia. El verdadero amor lo puede todo. Un abrazo, mi profe. Saludos y bendiciones para sumercé, Juanita y Clemencia.