viernes, 19 de diciembre de 2014

La Dignidad

A veces las personas tratan de destrozarnos la dignidad y lo logran. Es muy fácil hacerlo, simplemente con un pequeño texto que se burle de nuestras debilidades, nuestros defectos o nuestras costumbres, hacen mella en aquello que hoy en día parece no importarle a nadie. También actitudes frente a algunas circunstancias, hechos que aunque parecen ingenuos e insignificantes, terminan por crear un ambiente tan insoportable, que nos hacer dudar de nuestra existencia, de nuestra labor como profesionales y como personas. ¿En dónde hemos fallado? ¿De verdad estamos tan mal, nos equivocamos tanto, somos tan imperfectos? La dignidad es una palabra tan trillada, tan inconstante, tan de burla, que nadie se preocupa por resaltarla en su enciclopedia. ¿Y por qué? Porque nadie puede triunfar, ser feliz, avanzar, ser reconocido, sin que su dignidad se vaya al retrete. Nos toca bajar la cabeza siempre, aceptar que el otro tiene la razón así sea la estupidez más grade que uno haya escuchado, reflexionar sobre nuestro vergonzoso comportamiento frente a la sociedad, aceptar que nos hemos equivocado y mucho, y esperar esa maravillosa luz que no guíe por el buen camino de la honorabilidad y la rectitud. Eso es lo más desconcertante de todo. Creer que los demás son mejores que uno, y lo peor, creernos mejor que los demás. Voy a exponer varios ejemplos. 

En mi pueblo natal se mueven muchas envidias y resentimientos, todo por la cuestión política. Hace un tiempo apareció un panfleto donde se denigraba a muchas personas por su condición, su empleo, su pasado y hasta por la forma de vestir. No me sorprendió. Es constante este tipo de escritos anónimos que aparecen bajo las puertas, con una irresponsabilidad total, una ironía ramplona, pésima redacción y muy mala ortografía. Al autor parece no importarle, lo importante es que cumpla su cometido. Hablar sobre las inclinaciones sexuales de alguien, sobre el comportamiento de una mujer casada, sobre el enriquecimiento de un funcionario, sobre el pasado de un empresario, sobre la enfermedad de algún candidato, sobre las prendas que usan algunos ciudadanos, etc. Eso se convierte en motivo de risa para muchos, incluso llegamos a aceptar todas esos argumentos ramplones dándoles la razón muchas veces. ¿Quién los manda, bien hecho, al fin alguien les dijo, como es verdad? Mi pregunta es la siguiente, ¿Quién tiene autoridad moral para decir qué está bien y qué está mal? ¿Qué es lo correcto y qué es lo incorrecto? ¿Quién se atribuye el derecho de vilipendiar la dignidad de una mujer, de un hombre, de un homosexual, de un empleado, de una familia, de unos hijos, de unos padres? Cuando lo leí me puse en los zapatos de las familias y de los amigos de cada una de las personas de las que se hablaban mal. Tuve vergüenza ajena, no por las personas que allí se nombraban, sino por quien la escribía, quien apoyaba aquel bodrio de papel. Qué puede uno decir sobre la dignidad del otro. Al final decía que quien no era nombrado allí no existía. No sé si era para bien o para mal. Nos han borrado nuestra existencia, pero si aparecemos, somos arrastrados por el piso. ¿Con cuál de las dos formas queremos vivir? Nadie se pronunció, tal vez por vergüenza o porque aceptaron lo que decía, porque no merecía ningún crédito aquel escrito, porque no les interesaba batallar por la dignidad, del otro y la mía. Este es un pequeño espejo de lo que sucede en el país, en el mundo, en esta sociedad contemporánea consumista y mediática que sólo vive del instante. 

Trabajé en una universidad donde la decana era la señora todopoderosa. En aquella universidad la dimensión jerárquica es casi medieval, o mejor, es una sociedad cortesana como la que analiza Norbert Elias sobre la Francia de Luis XIV, el rey sol. En este caso, el rector “sol”, o en su ausencia, la vicerrectora “sol”, o la decana “sol”, o el coordinador “sol”, o el coordinador auxiliar “sol”, o la secretaria “sol”, o hasta el vigilante “sol”. Todo el mudo trata de degustar ese insignificante y hasta pasajero poder para demostrar que aún existe, que es valorado, que es fundamental (aunque muchas veces no lo sea) y la mejor forma de demostrarlo es pisoteando la dignidad del otro. A la decana había que decirle “doctora”, así no lo fuera, no por respeto sino por miedo. Había que pasar por la oficina para saludarla, hacerle risas, aplaudir sus ingeniosos (grotescos y ramplones) apuntes, hablar muy bien de ella, acudir de inmediato, a la carrera, cuando sus gritos desagradables se extendían por toda la facultad como si estuviera llamando sus cerdos a comer. Los más favorecidos eran quienes se acercaban a contarles sus problemas, como si fuera esa buena mamá que los comprende y los acoge, así después limpiara la facultad con ellos como si fueran un trapero viejo. No he llegado a cargos directivos, entre otras cosas porque no me gusta ser el limpia sacos de los demás, y eso ha tenido sus consecuencias. Ya no trabajo en muchos lugares y mis finanzas se ven vulneradas. Procuro manejar bajo perfil para evitar choques y es ahí donde también mi dignidad se ve afectada. Me encuentro con algunos compañeros y noto en su mirada esa amargura interna de saberse humillados por alguien que no tiene el más mínimo conocimiento, tanto intelectual como de respeto. Pero eso sucede en muchos ambientes de trabajo. Lo empecé a descubrir desde mis inicios laborales. Cuando trabajé en una editorial, en colegios, en universidades, en institutos… y más si cuando uno demuestra ser bueno en lo que hace, la mejor forma de atacarlo es doblegando la dignidad, humillarlo, hacerle ver muy mediocre, un bueno para nada. Claro que eso también sucede cuando uno está estudiando, compite con sus compañeros, hay que tratar de dejar atrás al otro, acabarlo, pasar por encima de la dignidad de quien sea. 

Sin embargo, en mi labor docente, quien de verdad recompensa ese ambiente tan hostil, son las voces de mis estudiantes. Ellos hacen soportable lo que parecería insoportable. Que un estudiante diga que nuestras palabras le cambiaron su vida, eso hace que la dignidad del oficio valga la pena. Tengo dignidad porque soy maestro, porque alguien, alguna vez me dijo, que mi trabajo lo había hecho bien, que él como persona era diferente y había aprendido algo. Eso es más que suficiente para mí.

Finalmente, en la vida personal uno está sujeto al otro para poder conllevar esta carga tan pesada que se llama vida. La lucha por la dignidad es constante, por tener un hogar digno, una comida digna, una cama digna, una familia que viva dignamente. Este año ha sido duro para mí, uno de los más difíciles, voy perdiendo poco a poco lo que he construido, las cosas materiales que probablemente podrán reemplazarse, los amores, que aunque no se reemplazan, van cambiando, mueren y florecen, alguien se va, alguien llega. Nuestros muertos que son irremplazables, pero sobre todo la falta de mis hijos. Algún día escribiré sobre Sábato, quien habla de la pérdida de su hijo. Una forma de dañar mi dignidad es no poder estar con mi hija, no poderla abrazar, tenerla lejos, saber de la necesidad mutua de querernos. Estas fiestas son para vivirlas en familia. He recuperado a mi hijo, lo mejor de este año, poco a poco nos vamos conociendo, vamos acercándonos emocionalmente y eso está bien, pero nuevamente nada es completo. Aquí recuerdo mi poema de cabecera. Cavafis dice “Son nuestras fatigas, las de los infortunados, / son nuestras fatigas como las de los troyanos. / A poco que triunfemos; a poco que orgullosos / nos sintamos, comenzamos ya / a tener ánimo y buenas esperanzas. / Pero siempre ocurre algo y los detiene. / Aquiles surge en la trinchera entre nosotros / y a grandes voces nos espanta”. La dignidad se rompe por algún lado, mi hija no está conmigo, el dolor es inmenso, sólo queda llorar en silencio, esperar que el tiempo cure las heridas y lamentar por siempre ese tiempo que pudo ser y no fue. Ya sé que nada puede recuperar el tiempo perdido. Nadie va a recuperarme el tiempo en que no estuve con mi hijo durante muchas navidades, las personas no lo entienden porque no lo han vivido. Siempre apuntan la culpa hacia mí por ser como soy. Nunca pensé que tener hijos fuera tan difícil, sobre todo porque cuando no están se nota un gran vacío en nuestra alma. Algo verdaderamente importante hemos perdido. Nuestra dignidad. 

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