jueves, 16 de abril de 2015

Temblando

Hace muchos años, cuando cursaba 9 grado, estaba en furor el rock en español y apareció una canción fabulosa de los Hombres G, “Temblando”. De inmediato se convirtió en un himno, sobre todo para un adolescente angustiado y decepcionado de la vida como yo. Todo marchaba muy mal, el colegio no funcionaba, el amor verdadero no aparecía, o si había llegado se marchaba muy rápido, los problemas familiares se mostraban monumentales, la economía no era la mejor y mis compañeros no querían entenderme. El fin estaba próximo, lo presentía, no había ninguna esperanza. Tanto era la angustia que hasta los problemas mundiales se volvieron una obsesión, la inminente guerra nuclear, los grandes héroes revolucionarios que iban muriendo, el problema de la vida en este planeta y su posible extinción por fuerzas extraterrestres,  etc. Todos estos problemas trascendentales que vive un adolescente me confinaron a mi cuarto y a escuchar la canción “Temblando”. Y en verdad temblaba, no sabía a ciencia cierta por qué, pero temblaba y la música me acompañaba en ese sufrimiento existencial. Mis noches finalizaban escuchando Radio Tequendama, el rock en español y las baladas americanas que tanto hacían soportable mi insignificante vida. 
Pero amanecía  y nuevamente el mundo estaba allí. Todo parecía igual pero no era así, el tiempo estaba pasando, todas las cosas se iban volviendo irrelevantes o más conflictivas, pero el tiempo iba pasando. Leía, escuchaba, veía. Las cosas hermosas me estaban rodeando y no sabía entenderlas. Poco a poco me fui asombrando por el mundo, cómo era de ancho y ajeno, finalmente algo que a mí no me importaba: yo lo quería conocer, agarrarlo, destrozarlo y volverlo a rehacer. Su colorido, su sonoridad, lo que decía. Eso era lo mejor. La literatura, la música y el cine me bridaron ese placer. Claro que a veces me patearon en la cara y casi me fui al abismo. Era imposible tener alguna esperanza después de ver a Betty Blue en un inmenso teatro de Chapinero con unos pocos espectadores;  o la rabia que nos daba al saber que la familia Buendía no tendría una segunda oportunidad sobre la tierra; finalmente escuchar la canción “Temblando”, en la oscuridad de mi cuarto, después de que el amor de mi vida me dijera que ya no quería volverme a ver.
Entonces la muerte se convierte en la mejor solución. Apague y vamos. Pero es ahí donde inicia el problema. 
Después de casi treinta años de haber pensado en esta absurda solución, reflexiono en todo lo que hubiera perdido si un hecho como este se hubiera llevado a cabo. Las personas que jamás hubiera conocido, el amor a los padres y la familia, el amor a los hijos, el amor a las mujeres, el amor a los amigos. Tantas cosas han pasado por mi vida que me siento agradecido. Todavía me falta mucho por conocer en todos los aspectos. Ver crecer a mis sobrinos, superarse y mejorar en todos sus proyectos, extenderse la familia es una gran bendición de la vida. La parsimonia y sabiduría de mis padres que cada día me enseñan cosas nuevas. El milagro de mis dos hijos, en condiciones diferentes, que los hacen únicos. Los amigos, que parecen pocos pero fundamentales, me acompañan en esta soledad de la vida. Mis estudiantes que se convirtieron en una razón de ser, donde pude explayar todo mi conocimiento, no siempre de la mejor manera. Todo el amor que me han brindado las mujeres de mi vida, de una u otra manera estoy muy agradecido con ellas, han forjado mi corazón, bien sea con amores o desamores. Espero que lleguen muchas más. 
A veces uno no puede estar con la persona que más ama, sobre todo cuando resulta que esa persona es una mujer, no una supermodelo, sino una hermosura que apenas va a cumplir tres años. Sin embargo se convierte en una motivación para seguir amando la vida. Otras veces el destino nos depara el encuentro fortuito con un amor perdido, que de alguna manera nos motiva a rememorar nuestras mejores épocas, pero con más calma. Algunas veces, el verdadero amor aparece en un esquina, en un bus, en una fila, pero desaparece apenas nos rozamos, nada es para siempre. Hace poco vi una película del director  Wong Kar-wai, “Chungking Express” y nadie como él para entender los problemas del amor y su imposibilidad. Unos personajes solitarios que buscan el amor, pero que se cierran tanto o se ciñen a su pasado, da como resultado el impedimento de estar juntos. Así sucede con sus dos obras maestras “Deseando Amar” y “2046”.  Todas llenas de pasión, de música seductora, hermosas escenas y un dolor profundo por no quedarse por siempre con el ser amado como debiera ser. Eso pasa en el amor. Sin embargo estamos para eso. Es lo que nos hace más fuertes, más sólidos, más maduros y lejos de la angustiosa adolescencia.
Pero la vida es terrible, tiene una ironía aterradora, en cuanto más se quiere, más nos golpea. No todo puede ser de la mejor manera. Y este escrito no me lleva a un desamor, sino a algo peor, una desilusión de la vida. Hace unos meses me enteré que un estudiante mío había muerto hacía más de un año. Fue un choque total para mí. No lo podía creer, recordé sus palabras en el salón, su risa, los chistes, sus nervios al exponer, todo ese escepticismo y crítica frente al sistema, una sociedad que no brindaba nada y sin embargo él estaba terminando su carrera con la esperanza de cambiar su vida. Creo que lo logró. Sus hijos así lo entendieron. Lo que da rabia es que una enfermedad terminó con sus aspiraciones y sus esfuerzos, así no más. Y yo me enteré un año después. Eso no lo entendía. Hoy, otro de mis estudiantes ha muerto y esto es más duro para mí, no tanto por rechazar el ciclo de la vida, sino por la juventud de él. Lloro por él, todo es tan inexorable, un adolescente apenas, que le explota el mundo encima y nos preguntamos ¿por qué? Me siento impotente, como todos sus seres queridos, pensando en qué hubiera podido ayudar, en cuáles palabras le hubieran salvado la vida, pero nada tiene explicación. Sábato, en su novela “Sobre héroes y tumbas”, tiene un personaje adolescente al que le ocurre la terrible tragedia de haber perdido a su gran amor, Alejandra. No tiene familia, no tiene futuro y todo está perdido. Llega a un hotel barato con la intención de quitarse la vida. Pero amanece, ve por la ventana al señor de la leche, a las personas que van al trabajo, a todo el mundo realizando las cosas cotidianas como si todo siguiera igual, entonces Sábato le perdona la vida a su personaje. Le preguntaban por qué y él decía que un adolescente no debe morir, es nuestro deber que esto no ocurra. Por el contrario, Martín se va para la Patagonia a buscar el frío que lo purifique. Si algo no acepto es la muerte de un joven. Son ellos los que deben tragarse el mundo y transformarlo a su imagen y semejanza, hay que brindarles todas las oportunidades, decirles que el mundo vale la pena, que hay siempre algo nuevo para hacer, que a pesar de todas las derrotas, siempre el mundo estará a nuestros pies. Pero no lo hice. Siento que lo estoy haciendo demasiado tarde, y por eso, en la oscuridad de mi cuarto, vuelvo a estar temblando.